El Burgo del Aguilucho

El cerebro humano es la máquina más increíble jamás construida: su enrevesado funcionamiento hace de ella un milagro de la ingeniería y su complejidad, un quebradero de cabeza para los que estaban encargados de su estudio. No obstante, yo me intereso más por aquellos engranajes que no funcionan, las piezas que no encajan en ese mecanismo o los elementos que, simplemente, han dejado de funcionar por un motivo u otro. Tal es mi empeño en arreglar estas pequeñas piezas, que en la zona de los herbazales se me conoce como El Relojero.
Al principio, ofrecía mis servicios gratuitamente. pero conforme mi talento para “arreglar relojes” se extendía por esa tierra de leyendas y brujería, la gente comenzaba a traer parte de sus cosechas, ropa de lana y animales de granja como forma de pago. En algunas ocasiones esos relojes de cuco volvían a dar la hora. pero en otras menos favorables, se quedaban a mi cuidado, puesto que los familiares – por desconocimiento y tradiciones – abandonaban a esos pobres desamparados a su suerte cuando nada podía hacer por ellos. Desde que comencé mi andadura, he visto muchos casos y solo una treintena se han escapado a mis conocimientos y habilidades.
Uno de los más especiales fue el de una pequeña de 7 años de ojos negros y sonrisa calmada, cuyos padres habían traído para eliminar el mal de su interior. Estos la creían poseída por un demonio que hacía que se comunicase con los pájaros y que era, además, responsable de su piel clara y su pelo ceniza – rasgos poco comunes en esa región. Tras su reconocimiento pude confirmar que la niña era extraordinariamente creativa y esa cualidad le hacía jugar con aquello imposible para los adultos. Sin embargo, mi explicación fue insuficiente para esos padres creedores de algo maligno en ella y la dejaron igualmente en mi puerta sin mirar ni una sola vez sobre sus pasos.
A partir de entonces y tras diez largos años, la pequeña Águila – nombre que ella misma había escogido para sí – se había convertido en mi discípula y me ayudaba día y noche con los relojes perdidos: les enseñaba a los niños, ayudaba en sus quehaceres a los mayores y, lo más importante de todo, les ofrecía su compañía y su calidez. De tal forma, que muchos de ellos experimentaron grandes avances gracias a los cuidados de aquella aguilucha color ceniza.
Poco a poco, la zona posterior de la relojería se fue convirtiendo en un conglomerado de casas de madera y hierba en la que los relojes encontraban descanso y continuaban con sus vidas a pesar de sus piezas faltantes, lo que ya era conocido como El Burgo del Aguilucho más allá de nuestras fronteras. Su mágico nombre fue un regalo de Águila, que aquellas noches de luna llena que se sentía con ánimo, bailaba bajo la lumbre con su camisón blanco, simulando los movimientos de un ave imperial, embelleciendo el lugar y encandilando a todos los presentes.
C.M.